Give me, Africa: Mangui fi rek!
No siempre tienes la oportunidad de salir airoso de un encuentro fortuito entre tú y un enorme cíclope de ébano que con sus grandes dedos va borrando una a una todas las fotos que acabas de hacer de uno de los mercados más grandes de la capital de Dakar, el del Boulevard de la Gueule Tapée, conformado por una hilera de puestos que serpentean en el centro de la calle casi hasta el final de donde abarca tu vista. Ropa, libros, trastos, zapatillas, telas, trastos, carcasas de móvil, fruta, trastos…
Fue un choque que me dejó sin voz, no suele ser normal que tenga que mirar y asentir sin decir nada a alguien que me saca dos cabezas, y sin ganas de volver a hacer otra incursión solitaria por las calles de esta inmensa ciudad. En esta aventura estoy para contar, de alguna manera, cómo se vive aquí, qué hace la gente, cuál es su día a día…. Me había parado a mitad del mercado para hacer una de tantas fotos, siempre con el cuidado de pedir permiso y tratar de no romper la cotidianidad ni parecer que estoy entrometiéndome en nada, estaba apuntando a un trailer inmenso donde varios hombres inmensos estaban colocando unos hierros inmensos que formaban parte de la estructura del mercado. De repente, uno de ellos, con uno de sus ojos perdido en quién sabe qué batalla, se acercó a mí y, en wolof, creo que me empezó a pedir dinero por la foto. Yo, ya con la voz rota, le dije que había hecho una, que la borraba, peroqueporfavornomeaplastaracontraelsuelo. Él aprovechó y no sólo me hizo borrar ‘su’ foto, sino todas las que mostraran partes del mercado. To-das. Le tuve que parar cuando iba a aplastar, digo borrar, también un autobús que nada tenía que ver con él.
¿Qué iba a decirle yo, tan pequeño como me sentía, tan solito y rodeado por sus también enormes compadres? No era justo, pero era justo lo que tenía que hacer. Y de verdad que me dije, me voy a casa. Han sido unas primeras semanas algo extrañas, supongo que de adaptación, nunca he vivido en una ciudad tan grande, nunca he sido ‘extraño’ en la calle, aquí puedo caminar dos horas y, como es normal, ser el único toubab (blanco). No hay peligro, la gente aquí no te dice, como allí, ‘Vete a tu país‘, aquí la hospitalidad tiene hasta nombre propio, teranga, y lo llevan con orgullo. Pero no dejas de ser diferente. No dejas de ser, para muchos, un privilegiado turista. Hay que pensarlo con empatía, a mí también me revientan las hordas de turistas que, un domingo por la mañana, me impiden subir por la Calle Real con la tranquilidad de…un domingo por la mañana. El caso es que los turistas que vienen a Segovia no forman parte de una sociedad europea que expolia diariamente los ricos recursos de mi tierra y me impiden vivir con un mínimo de dignidad (¿o Cándido es nuestro Livingstone?). Eso, al menos en mi alma, me pesa bastante.
Pero bueno, al final estoy aquí, y no quise huir a casa al primer traspié. Así que seguí por el boulevard, observando, sonriendo y hablando con quién se prestara. Así, hasta que llegué al Marché de Tilene, en los albores del barrio de Medina. Como le dije días después a mi amigo dakarino Diago, “Tilene es como una piscina, la piscina es el propio Senegal, y el agua con el que te mojas son los cientos de puestos que se apiñan en un espacio reducido y todas las gentes que compran y que venden de todo, tío, es como bañarse en Senegal, es darse un baño de realidad y salir empapado diciendo ¡Sí, estoy aquí!”. El mercado de Tilene tiene múltiples salidas y entradas en las calles que lo rodean, no sabría decir si es cubierto o no. No concibo algo así en España. Así que tengo que inventarme palabras. Laberíntiloco. Inmensocial. Coloroso. Brutoriginal.
Tan pronto encuentras un puesto de detergentes como uno de gallinas (con su verdugo en el puesto de detrás cortando sus cabezas). Uno de pasta al por mayor y después otro de joyas. Uno de verduras pegado a otro de pescado y detrás del de pescado otro de harinas y después uno de zapatillas. Y siempre opciones y pequeños recovecos por los que girar a la izquierda, a la derecha, seguir adelante. Y si caminas jugando a la deriva, puedes verte fuera varias veces pero, como si fuera un baño bien fresco se tratara, sacudes tu cabeza, respiras y buscas otra entrada para volver a nadar de lleno entre este impresionante lugar.
En el mismo barrio del mercado, en Medina, mis compañeras Elena y Estela y yo fuimos invitadas por Dembo, el compañero de la segunda, a cenar en casa de su familia durante una de las fiestas más grandes del país: El Tajabone. Tajabone significa más o menos ‘la colecta del aguinaldo’, se celebra después del Ramadán musulmán, las familias cocinan rico cuscus macerado en leche y acompañado de cordero y verduras, se intercambian comida, bebidas, telas… Es la fiesta de la alegría. Grupos de niños y niñas van corriendo por las calles mientras tocan sus tambores o sus improvisados instrumentos de percusión hechos de cubos de plástico. Tocan y bailan frente a los vecinos que se sientan en las puertas de las viviendas, esperando recibir, tras su espectáculo, un buen puñado de dulces o arroz. Y es muy curioso como visten: porque los niños van vestidos con trajes de mujer, y las niñas van vestidas con trajes de hombre, incluso con su barbita blanca pintada en la cara. Es algo muy bonito de ver, cuando te rodean 15 niñes bailando y cantando a tu alrededor con una alegría contagiosa.
A veces pienso que nosotros no nos tomamos la alegría tan a pecho. Que, a pesar de nuestras riquezas, elevamos problemas mínimos a la categoría de problema de estado. Yo mismo he debido bajar bastante mi línea de la tolerancia porque me doy cuenta desde aquí, que le he dado demasiadas vueltas a mi cabeza en multitud de ocasiones. Aquí las cosas se toman con más calma. Con más… vida. Y no porque aquí la vida sea fácil. De hecho, una de las cosas que más me sorprendió de esta visita a la Medina y a las tradiciones más arraigadas de Senegal, son sus casas, los lugares donde habitan las familias y la manera en que se organizan su día a día.
Para haceros una idea, las viviendas típicas de este barrio son muy parecidas a lo que nosotras conocemos como ‘corralas’, viviendas con un patio interior, que es el epicentro de la vida familiar. Porque las casas que contienen estas viviendas no pasan nunca de una o dos habitaciones. Muchas sin ventana o terraza. Y en las que puede llegar a vivir una familia entera (padre, madre e hijos). Apenas tienen espacio para todos, de ahí que la vida en la calle durante el día sea tan activa. Pero es que tampoco tienen espacio para una despensa o un frigorífico. Es por eso que aquí la compra la puedes hacer por pizcas, dependiendo de lo que vayas a cocinar. Una pizca de arroz, una pizca de ajo, una pizca de pescado y alguna verdura y cocinas un thieboudienne para toda la familia. Pero tampoco tienen cocina, la cocina la instalan en el rellano. Y para lavar los platos y cubiertos cuentan con una ducha y un baño en cada piso. Es decir, a compartir entre quizá 8 viviendas. Estas casas les cuestan unos 30.000 CFA al mes, unos 45 euros. La vida en comunidad puede ser su punto positivo, pero he de decir que se veía muy difícil vivir en esas condiciones, que hay que ser muy valiente y tener mucha fortaleza para habitar en esas condiciones…
Y es que aquí, la verdad, que no paran de darme lecciones de vida y abriendo mi melón a la mitad. Pero sobretodo abriendo aún más mi mente para entender que la alegría no tiene que provenir de la comodidad, sino de la entereza y la fuerza que uno posee para seguir diciéndole a la vida que vamos a seguir adelante cueste lo que cueste.
* Mangui fi rek es una expresión en wolof, el idioma que habla el 80% de la población senegalesa. Se responde cuando te preguntan Nangua Def? (¿Qué tal?), y viene a decir ‘Estoy aquí’ o ‘Estoy muy bien’ 🙂
…y así, pasito a pasito, despacio o acelerao, se van juntando retazos de vivencias, retales de memoria, y se escribe un libro, para deleite de los aquí «acomodados» que quizás cambien de algún modo la forma de pensar y de «querer tener».
🙂 sasto!